De nuevo en la nave central, la visión es dantesca. El techo se derrumba a pedazos, las llamas alcanzan los confesionarios, el crucifijo del altar arde como un símbolo sacrílego. Los cadáveres de algunos guardias yacen entre los bancos partidos.
Amara y Carlota cargan con Liam, paso a paso, jadeando bajo el peso y el calor. Cada metro parece una eternidad. –¡Por ahí! –Carlota señala un ventanal destrozado, del que cuelgan restos de vitral aún ardiendo.
Avanzan, esquivando vigas incandescentes. Amara tropieza, casi cae, pero se levanta con la fuerza del amor desesperado. No dejará que él muera, no ahora, no después de todo lo que han soportado.
Un ruido metálico la hace girar. A lo lejos, en medio del humo, ve la silueta de Kate observándolos. No dispara. No grita. Solo los mira. Su rostro es un mosaico de lágrimas y ceniza. Por un instante, parece que fuera a correr hacia ellos, a detener la sangría que ella misma provocó.
Pero no lo hace. Se queda quieta, con los ojos inundados d