La puerta del quirófano se cierra con un golpe seco que suena a sentencia. Las luces blancas siguen parpadeando sobre la camilla donde yacen los cuerpos yacen, donde las vidas se juegan a un hilo. Dentro, el equipo quirúrgico no deja de moverse con un ballet de manos profesionales: bisturíes que abren, pinzas que cierran, sueros que se inyectan, órdenes rapadas que rebotan en la sala estéril. Afuera, el pasillo del hospital se hace un universo aparte: relojes que se estiran, teléfonos que suenan, miradas que no terminan de creerse lo que están viviendo.
Amara permanece en el corredor, apretada contra una pared fría, con la capa de polvo y hollín pegada al vestido. Cristóbal está a su lado, firme como una roca, con la mandíbula tensa, un cúmulo de ira que no encuentra salida. Carlota, pálida y con el hombro aún vendado, respira como si la hubiese arrastrado una tormenta; su mirada es un látigo que barre el entorno, buscando culpables, soluciones, una respuesta milagrosa que nadie pued