Emily miró su reflejo una última vez en el espejo del elevador. El vestido azul medianoche que había elegido —gracias a una tienda recomendada por Valeria— le sentaba tan bien que por un momento pensó que tal vez podría pasar por alguien con apellido de linaje. Pero la ansiedad en su estómago le recordaba lo que realmente era: una intrusa con buen gusto y nervios de acero en proceso de oxidación.
Albert estaba a su lado, en silencio, ajustando los puños de su camisa con movimientos mecánicos. Se notaba tenso, más que de costumbre. No había dicho una palabra desde que la recogió.
—¿Sigues sin decirme de qué va esta cena? —preguntó Emily, rompiendo el silencio.
Albert respiró hondo.
—Solo cena familiar. Tranquila. Formal.
Emily alzó una ceja.
—Tranquila, dice, como si no fuera a enfrentarme a los Brown y a los McNeil al mismo tiempo. Casi nada.
Albert esbozó una sonrisa fugaz, apenas visible.
—Solo sé tú. No necesitan más.
Emily rodó los ojos. Lo que él no sabía era que “ser ella misma”