Nicolás abrió los ojos en la penumbra de su despacho. Su respiración era agitada, como si hubiera estado corriendo kilómetros.
El recuerdo de la subasta, que antes era una anécdota de su poder, ahora era una fuente de vergüenza insoportable.
—Veinticinco mil... —murmuró, riendo con amargura—. Pagué veinticinco mil monedas por la mujer que hubiera dado mi vida por proteger gratis.
Se levantó y caminó hacia el espejo de cuerpo entero que adornaba la esquina del despacho. Vio su propio reflejo: el traje impecable, el rostro de facciones duras que había perfeccionado para ocultar sus emociones.
—Maldita sea... —golpeó el espejo con la palma abierta—. ¡Era ella! ¡Era ella todo el tiempo!
¿Cómo no la reconoció?
—El cabello negro... —se dijo a sí mismo, buscando justificar su imperdonable error—. Se tiñó el cabello. Se cambió el nombre. Bajó de peso hasta parecer un espectro.
Pero la excusa sabía a ceniza.
—No —admitió, su voz quebrándose—. No la reconocí porque yo ya no soy el hombre que la