En cuanto Alba oyó la propuesta, el llanto se le cortó de golpe.
Aun así, no se atrevió a lanzarse de inmediato; alzó la mirada y le pidió permiso a su mamá:
—¿Mami, se puede?
“Qué bien educada está”, pensó Alejandro con admiración. Con lo chiquita que es y lo mucho que la consienten, ni rastro de capricho: antes de todo, consulta a los mayores. Eso vale oro.
¿Y Luciana? ¿Cómo iba a resistirse? Dos pares de ojos—uno grande, otro pequeñito—la miraban con expectación.
—Alba, acuérdate de darle las gracias al tío.
—¡Sí!—La niña sonrió de oreja a oreja—. ¡Gracias, tío!
—No hay de qué—respondió Alejandro.
Esta vez no permitió que comiera sola: la sentó en su regazo y, cucharadita a cucharadita, la fue alimentando sin la menor prisa.
Luciana lo observaba en silencio. La sangre tiene su magia—pensó—: Alejandro parecía tener paciencia infinita con la pequeña. ¿Cuántas veces más presenciaría una escena así? Un nudo diminuto le apretó el corazón; se obligó a mirar a otra parte y se concentró en