—¿Qué… qué dijiste?—Alejandro se quedó inmóvil, el corazón golpeando como martillo.
—Que sí—repitió ella, alzando una ceja; la piel aún sonrosada—. ¿Cuántas veces vas a preguntarlo?
Le frunció la nariz divertida:
—¡Viejo verde!
El apelativo hizo que la sangre de Alejandro corriera aún más rápido. La abrazó con tanta fuerza que Luciana se quejó:
—No puedo respirar.
—Perdón—aflojó un poco, alarmado—. ¿Así está bien?
—Perfecto—respondió ella con un mohín satisfecho.
Él rozó sus labios con la yema de un dedo.
—¿Te ungiste miel hoy? Solo te salen cosas dulces…
—¿Y ahora qué?—Luciana lo desafió—. Si digo algo feo, mal; si digo algo lindo, también te quejas.
—No me quejo—rió Alejandro, dándole pequeños besos por la cara como un gran cachorro pegajoso—. Es que estoy demasiado feliz.
Le sostuvo el rostro con ternura—. Si sigues así de dulce, voy a ser feliz toda la vida.
Sus ojos brillaban; era como si alguien hubiese salpicado color sobre el gris y, en un instante, su mirada se incendiara.
Su