Al final Luciana se quedó.
Tal como prometió Alejandro, se limitó a rodearla con un brazo y dormir. Nada más.
Sin embargo, Luciana se sintió más incómoda que con cualquier caricia; aquel abrazo tranquilo resultaba demasiado íntimo. Las palmas le sudaban y el sueño se le escapaba.
El ritmo de la respiración de Alejandro se hizo regular; los músculos se relajaron: se había dormido.
Era su oportunidad.
Conteniendo el aliento, apartó con cuidado el brazo que él le había dejado sobre la cintura, le acomodó el edredón y se levantó sin hacer ruido.
Antes de marcharse, dudó. Tras dos segundos de debate interno, apretó los labios y tomó la mano derecha de Alejandro—la lesionada. Con mano experta retiró la venda bajo la luz del celular.
La herida estaba limpia y no era profunda, no requirió puntos, pero la incisión era larga y en la mano dominante; debía tratarse bien.
Frunció el ceño, trajo un vendaje nuevo y volvió a cubrirla con firmeza segura: al día siguiente añadiría plantas desinflamatori