—¿Enzo Hernández…? —Luciana asintió con tranquilidad y se bajó de la caminadora—. Sí, lo conozco. Dígale que puede pasar, por favor.
—Como usted diga.
La enfermera salió, y unos minutos más tarde se abrió la puerta. Entró un hombre alto, de facciones marcadas con un aire mestizo muy particular: era Enzo.
—Señor Enzo —lo saludó Luciana—.
—Luciana —respondió él, acercándose con cautela.
—Por favor, siéntate —ella le ofreció asiento con una sonrisa suave—. ¿Quieres tomar algo? ¿Café? Recuerdo que te gusta el café negro, ¿cierto?
Diciendo esto, se dirigió a la pequeña barra de la habitación:
—No tardo nada en prepararlo.
—No te preocupes, no quiero molestarte…
—No es ninguna molestia. La verdad no tengo mucho que hacer ahora —contestó Luciana mientras acomodaba un par de tazas y las enjuagaba—. De verdad me sorprendió verte por aquí. ¿Cómo supiste que estaba internada?
—Fui a tu departamento y el guardia me contó lo que había pasado —explicó Enzo—. Me dijo que estabas en el hospital.
—Ya v