—¿En serio? —replicó Alejandro, sorprendido y complacido.
—Claro, ¿por qué habría de mentirte? Eres mi esposo; ¿acaso está mal que te quiera?
La lógica era aplastante, pero Alejandro todavía no terminaba de asimilarlo, así que indagó:
—¿Y… qué hay de Fernando?
Recordaba aquel episodio, cuando Luciana había afirmado que no volvería a amar a nadie de la forma en que lo hizo con Fernando. ¿Seguiría pensando igual?
Luciana se quedó en silencio. No sabía cómo responder; sus sentimientos hacia ambos hombres no podían compararse. Y, justo entonces, el mesero tocó la puerta:
—Señor Guzmán, señora Guzmán… ¿podemos servir la cena?
Luciana dejó escapar un leve suspiro de alivio, como si la hubieran salvado:
—Sí, por favor, ya moría de hambre.
—Enseguida, señora.
Alejandro se percató de que ella había evadido la pregunta, pero prefirió no presionarla más. Pensó que, con el paso del tiempo, el recuerdo de Fernando se iría desvaneciendo hasta quedar sepultado para siempre.
Por la noche, al volver a