Cerca de las seis de la tarde, Luciana terminó de atender a los pacientes asignados. El doctor Delio solo consultaba a cierto número por día, así que no quedaba nadie en la sala de espera. Después de lavarse las manos y cambiarse de ropa, apareció Simón.
—Disculpa la espera, Simón. Podemos irnos ahora mismo —comentó ella, recogiendo sus cosas.
—En realidad, Luciana, no hay prisa —contestó él—. Alejandro llamó y dijo que vendría a recogerte en un momento.
—¿Ah, sí? —repitió ella, con un tono que no pudo ocultar cierta alegría contenida. Se sentó y, en un susurro suave, añadió—: Entonces lo espero sin problema.
Unos veinte minutos después, Alejandro llegó.
—Alejandro —lo saludó Luciana, dejando el libro que hojeaba.
Él asintió y, sin más, se acercó para arrodillarse a su lado:
—¿Dónde te lastimaste?
Llevó la mano a su pierna y preguntó de nuevo:
—¿Fue en la derecha o en la izquierda?
Mientras hablaba, estuvo a punto de alzarle la falda para ver la herida. Luciana lo detuvo:
—¡Eh, oye!
—T