—Está bien, ya entendí.
Alejandro colgó. Se plantó frente a su esposa; tenía los ojos ligeramente enrojecidos y la voz salió baja, pareja.
—Se fue.
Ella cerró los ojos y no dijo nada. Solo lo abrazó.
Sintió el temblor mínimo en el cuerpo de Alejandro. En ese instante, debía dolerle mucho. Al final, los imperdonables eran Daniel y Marisela Jiménez; la vida de Domingo había sido una cadena de infortunios. Terminar así era como si hubiera pasado por este mundo en vano.
—Hay que hacerle un buen funeral —dijo Luciana, dándole unas palmaditas en la espalda—. Acompañarlo en su último tramo.
—Sí —asintió Alejandro, con la voz hecha nudo.
Querían hacerlo “bien”, pero en realidad no había mucho que hacer. Domingo, en Toronto, casi no tenía amigos. Odiaba a sus padres y también el origen que le había tocado. A esa altura, Alejandro lo creyó: cuando Domingo volvió a Ciudad Muonio y le dijo todo aquello, no había sido un plan; solo quería volver a casa, ser otra vez el hijo de su madre, un Guzmán.