Alba miró a su mamá y luego a su papá. En dos segundos, apoyó los bracitos en el piso y se puso de pie. Se lanzó a los brazos de Luciana.
—¡Mamá!
—Eso, mi amor —Luciana la abrazó y le besó la mejilla.
Alejandro se acercó, alzó a Alba y tomó a Luciana de la mano. Los tres, juntos, parecían una estampa.
Martina los observó con una mezcla de envidia y ternura.
—Señorita Hernández —su instructor llegó—. ¿Podemos empezar?
Martina sonrió y asintió.
—Claro.
—¿Ha montado antes?
—No.
—Entonces le enseño a subir y a bajar, y luego la llevo del ronzal un rato.
—Perfecto.
En el otro extremo del picadero, Salvador ayudó a la chica a bajar del caballo.
—Uff… —resopló ella, haciendo señas con las manos—. No puedo más. Estoy molida. Necesito un descanso.
Salvador sonrió.
—Al principio es así. Sin prisa.
—Como si no lo supiera…
—Siéntate allá —indicó con la cabeza—. Te compro agua.
—Sí. Tráeme una.
—Voy.
Pagó y tomó una botella. De regreso, escuchó un alboroto en la pista y, a lo lejos, la voz de Lucia