Martina mantuvo los ojos cerrados. A su alrededor solo corría el viento.
De a poco, el viento cedió. Entonces escuchó “tum, tum, tum”: el latido de Salvador, y el leve temblor de su pecho contra ella.
Él bajó la mirada y habló en voz baja:
—Marti, ya pasó.
Martina no supo si contestar; seguía con la cara escondida en su abrazo.
Salvador sonrió apenas, sin apuro, y la fue calmando:
—Abre los ojos. Mira: ya nos detuvimos.
Ella apretó la tela de su camisa y abrió los párpados muy despacio. Al principio la luz le molestó; volvió a cerrarlos y, a través de una rendija, se acostumbró.
Por fin vio: el caballo estaba quieto, parado sobre el prado.
—¿Sí? —la voz de Salvador sonó más honda, más suave—. Ya no hay peligro.
—Ajá —asintió Martina. El corazón le había regresado al pecho.
Y entonces cayó en cuenta de cómo estaba sentada: en su regazo, de frente a él.
—… —se quedó helada y, de pronto, torpe—. Pe… perdón…
—No te muevas —la mano de Salvador en su espalda apretó un poco, firme, para que n