—Mmm… —Martina rezongó, sin entender el fondo de sus palabras—. Qué falso eres. ¿Qué tiene de malo admitirlo?
Salvador soltó una risa seca y no dijo nada. Esas frases suyas eran cuchillos que le daban directo en el corazón.
El viento del mar le pegó en la cara; entrecerró los ojos como si la arena se le hubiera metido y, de golpe, se le humedecieron. Parpadeó con fuerza y pensó: “Si pudiera cambiar años de mi vida por los tuyos, qué no daría”. Él, que se creía el malo, estaba intacto. Y, sin embargo, ella…
Esa noche, ya de vuelta en la residencia, Martina se despertó de pronto y salió corriendo al baño, con la mano en la boca. Salvador se incorporó al instante y la siguió. La vio abrazada a la taza, vomitando, y se le apretó el pecho. No habían cenado mucho; no era indigestión.
No dijo nada. Esperó a que se le pasara, la sostuvo para ponerse de pie, le alcanzó agua para enjuagarse y le limpió la boca con una toalla.
—Jeje —ella levantó la cara y sonrió, acercándose a su pecho—. A ver,