—De acuerdo —Salvador sonrió—. Tranquila, no vamos a llegar tarde.
Al atardecer, poco después de las seis, comieron algo ligero para aguantar y salieron tomados del brazo. Montaron los dos en una bicicleta tándem y se fueron hacia la playa.
El sol quedaba colgado a ras del horizonte. Cuando terminó de caer la noche, encendieron fogatas sobre la arena y, con las farolas de la costanera, todo se veía como una hilera de estrellas. La gente del lugar se reunió alrededor de las llamas, cantó y bailó para celebrar su fiesta.
—¿Qué están cantando? —Martina se puso de puntitas para mirar, pero su estatura no le ayudó.
—Ni idea —negó Salvador—. Con inglés me defiendo, pero ellos cantan en su lengua de origen.
Al verla esforzarse, le dio unas palmaditas en los hombros.
—¿Quieres subirte?
—¿Eh? —Martina se sorprendió—. ¿No está mal? Ya no soy una niña… y voy a pesarte.
—¿Tú, pesada? —él soltó una risa despectiva—. Hoy en primaria hay chicos que ya te ganan.
Se agachó y volvió a palmearse los homb