Salvador le sostuvo la cara con ambas manos y, con una calma que la desesperó, le dijo:
—Marti, ya no hagas berrinche, ¿sí? Quédate tranquila aquí. No puedes ir a ningún lado.
Martina lo miró con los ojos muy abiertos. ¿Qué significaba eso?
—¿Vas a encerrarme?
—¿Encerrarte? —sonrió sin molestarse y señaló alrededor—. ¿Quién encierra a alguien en un lugar así?
—Entonces déjame salir —gritó con los ojos rojos—. ¡Ábreme la puerta!
—De acuerdo —soltó su rostro y señaló hacia la entrada—. Sal. La puerta está abierta. Eres libre de entrar y salir.
¿De verdad?
No lo pensó. Dio media vuelta y echó a correr. Al cruzar el umbral se quedó helada. Frente a ella se extendía un horizonte limpio, abierto, que no terminaba sino hasta donde el mar se besaba con el cielo. ¿Una isla?
“¿Cómo me voy de aquí?”, pensó. Estaba sola, sin celular y sin pasaporte. Sin él, volver a Ciudad Muonio era imposible; y aun dentro de esa isla, sin ayuda, no daría ni dos pasos.
Se giró y regresó.
—Volviste —Salvador la es