Al abrir, encontró a Estella Moretti sonriendo en el marco de la puerta.
—Salva.
—Estella, eras tú.
Salvador dio media vuelta y fue directo a la cocina a servirse un vaso de agua. Con la resaca de la noche anterior, la sed le raspaba la garganta.
—¿Quieres agua?
—No, gracias.
Estella echó un vistazo a la sala: la chaqueta de él tirada en el sofá; botellas vacías desparramadas sobre la mesa y la alfombra. Sin decir nada, dejó el bolso, se remangó y empezó a recoger.
—Estella… —Salvador bebió, se atragantó y tosió—. Deja, no te preocupes. Más tarde viene la empleada por horas.
—No pasa nada —sonrió—. Me tardo un minuto.
Mientras acomodaba, preguntó:
—¿No tenías antes alguien de planta? ¿Ya no viene?
—La contraté para Martina —dijo él, negando con la cabeza—. Ya no hace falta.
La mirada se le ensombreció. Con Martina, la casa había tenido vida: ella lo esperaba cada tarde. Sin Martina, aquello parecía casa muestra, impecable y helada.
Estella no comentó nada. Terminó de recoger.
—Ya, en s