Tal como Luciana había imaginado.
No puso ni una sola traba. Incluso cuando había estado a punto de casarse con Fernando, ya lo tenía decidido: Alba era hija de Alejandro. Si ella lo había dicho en voz alta, jamás había pensado impedir que padre e hija se reconocieran.
—Tengo tiempo —dijo—. Sigo en casa, descansando.
—Entonces, bien —respondió Alejandro sin rodeos—. Este fin de semana quiero pasar por la escuela de Alba para recogerla y, si te parece, que se quede un par de días conmigo.
—De acuerdo. No hay problema.
—Listo. Quedamos así.
Cuando terminaron “lo importante”, ninguno supo cómo cerrar la llamada. Tras unos segundos de silencio, Luciana quebró la incomodidad:
—Tengo que hacer unas cosas, así que…
—Luci, espera —la interrumpió Alejandro, como si acabara de recordar algo—. ¿Estás… enferma?
—¿Eh?
Por un segundo, ella se sorprendió: el enfermo había sido él, ¿no?
—Juan me dijo que te vio en el hospital —explicó Alejandro—. Y que llevabas una bolsa llena de medicinas. ¿Te sentía