Luciana seguía sentada como si no hubiera escuchado.
Fernando soltó un suspiro casi imperceptible. Bajó del auto, rodeó hasta su puerta y la abrió. Ella aún llevaba el vestido recién salido del taller, hecho a medida y diseñado por él.
—Ven —le ofreció el brazo—. Baja, despacio.
Aun de pie frente al portón de la villa Herrera, Luciana no lograba darse la vuelta para entrar. Lo sujetó de la mano.
—Fer…
Porque lo sabía: “Si entro, se termina”.
—Adentro —dijo él muy bajo, despegando, uno por uno, los dedos de ella, con cuidado de no lastimarla—. Te veo entrar… y me voy.
Luciana no habló ni soltó. Solo lo miró fijo.
¿Qué haría él cuando ella cruzara? La gente decía que nadie se moría por nadie. Pero Fernando no era “la gente”. Él ya había enfermado por ella. Y grave.
—Estoy bien —le acarició el cabello—. Esta vez no es como antes. Luci, créeme… —sonrió con cansancio—. Desde que desperté, estuviste conmigo, me ayudaste a rehabilitarme. Hablamos de casarnos… Yo de verdad solté.
“¿De verdad?”