—Sí.
Años después, Salvador lo recordaba con lujo de detalle.
Venía de jugar squash con Jacobo y planeaban bajar por algo de tomar. Al pasar frente a la cafetería del hotel, te vio.
Estabas con la cara alzada, mirando el menú de pared; murmurabas los sabores, dudando una y otra vez sin decidir qué cono pedir.
Salvador se rió solo al contarlo; los ojos le brillaron.
—Tenías cachetitos de bebé todavía, redonditos, como un bollito tibio. Preciosísima.
Martina escuchaba, abstraída. Nunca se lo había oído.
—Nunca me lo habías contado —y, de pronto—: En ese momento, ¿pensaste: “este bollito, ojalá baje de peso pronto”?
Salvador se quedó en seco.
—Marti…
Ella se puso de pie de golpe y miró hacia la ventana: luces de auto entraban al jardín.
—Luci ya volvió. Te toca irte.
Salvador, resignado, dejó las castañas, se sacudió las manos sobre el basurero.
—Está bien.
Martina lo acompañó al recibidor. Cuando él terminó de cambiarse los zapatos, le abrió el abrigo.
—Póntelo.
—Gracias.
Se lo ayudó a a