—Sí, sí, tienes razón. Todo lo que dices —Salvador se quedó un segundo cortado por la réplica de Martina, pero lejos de molestarse, se rió aún más.
La apretaba tanto que a ella le faltó el aire; lo empujó con fuerza.
—Suéltame.
—Marti —pareció no oírla—. Estoy feliz. Muy feliz.
—¡Salvador! —ella explotó—. Tengo frío.
¿Frío? A Salvador se le encendieron las alarmas. Despertó al instante; sin soltarla, la cargó hacia adentro.
—¡Oye!
—Las cosas… ¡no hemos levantado las cosas!
—Déjalas.
No estaba para recoger nada: afuera congelaba. Martina era un tesoro; y ahora, llevaba otro.
En la sala la luz estaba encendida, pero Luciana no estaba. Salvador dejó a Martina en el sofá y tocó la tapicería de cuero; frunció el ceño.
—¿El cuero no será frío?
Sin esperar respuesta, volvió a alzarla, tiró una manta sobre el asiento y entonces la sentó de nuevo.
Martina, arrastrada por él todo el tiempo, se encendió:
—¿Ya acabaste de estar loco?
“¿Frío de qué?”, pensó. Con el sistema central de climatización