Caía una nevada gruesa; en el jardín había una capa alta de nieve. Martina avanzaba despacio, midiendo cada paso.
—¡Marti, cuidado! —Salvador entornó los ojos y le gritó de pronto.
—¿Eh? Ah…
Iba bien… pero el grito la asustó y resbaló. Estuvo a punto de caer.
—¡Cuidado!
Salvador la sostuvo con un brazo y, con el otro, le arrebató la bolsa.
Martina abrió mucho los ojos; estiró las manos, manoteando:
—¡Dámela! ¡Devuélvemela ya!
A esas alturas, ¿cómo iba a devolverla?
—¿Qué traes aquí? —Salvador la sujetó de la cintura con firmeza. Con la mano libre alzó la bolsa y la volcó.
—¡No!
Martina se lanzó contra él para detenerlo, pero no era de vidrio: no se quebró. El contenido cayó en la nieve, blanca sobre blanco.
Martina se encogió un segundo; alzó la cara y lo fulminó con rabia.
Salvador, en cambio, ya no la miraba.
En el suelo había cosas de bebé. Para ser exactos: de recién nacido.
Por el tamaño… no eran para Alba. Eran prendas de primera puesta.
Con una mano aún aferrada a Martina, Salva