Alejandro miró a la mujer en sus brazos. En el fondo, ¿cómo no iba a tener miedo? Aunque todo le estuviera pasando a Luciana, el pavor que lo atravesaba no era menor. Solo podía pedirle al cielo que no fuera tan cruel.
Con la primera claridad del amanecer, notó que la fiebre de Luciana bajaba un poco. Su respiración sonaba más ligera. Cuando por fin se durmió, él soltó el aire que tenía atorado en el pecho y, abrazándola, también cerró los ojos un rato.
Al volver a abrirlos, Luciana estaba de lado, mirándolo.
—¿Despierta? —Alejandro sonrió—. ¿Pudiste dormir?
—Ajá —asintió—. He estado aquí acostada, entre sueños y vigilias.
—Ahora se te ve con mejor cara.
Le tocó la frente, apartó con los dedos los pelitos húmedos de la sien.
—Traes el cabello empapado. ¿Te lavo la cabeza?
—Sí.
Alejandro la ayudó a ponerse de pie y la llevó al baño. Luciana se recostó cómoda. Él probó el agua, le mojó el pelo con cuidado.
—¿Así está bien la temperatura?
—Un poquito más caliente. A mí me gusta casi hirvi