Ese “algunos” era Salvador Morán. El señor Morán, cuanto más grande, más carita de niña se le hacía.
—¿Tienes fotos? —a Luciana le picó la curiosidad—. Quiero ver qué tan “niñita” se ve.
—Ahora no. Están en la Casa Guzmán, en Ciudad Muonio —pensó un segundo y, con orgullo, remató—: ¿Para qué foto? Miras a Alba y listo.
—¡Tss! —Luciana no pudo evitar la risa—. Ja, ja…
Pero la fiebre la tenía floja de fuerzas. Alejandro tomó un pañuelo y le secó las lágrimas.
—Te arden los ojos, ¿verdad? Ciérralos un rato, descansa.
—Mm, ok… ¿Y tú?
—También debo descansar —señaló la mesa grande—. Hay batas desechables de aislamiento. Me pongo una y me tiro un rato en el sillón.
—De acuerdo.
Alejandro le rozó la punta de la nariz con el dedo.
—Tanto que me “corres”, pero en el fondo no quieres que me vaya, ¿cierto?
Se puso la bata, se acomodó en el sofá largo junto a la cama. Luciana cerró los ojos y, al poco, dejó escapar un quejido bajo. Alejandro le cambió la gasa de la frente, renovó la bolsa de hielo