—¿Qué comentario es ese? —Salvador, entre molesto y divertido—. ¿Alguna vez te he tratado mal?
—¿No? —Martina le devolvió la pregunta.
A él se le apretó un poco el pecho: sí, alguna vez se había pasado… pero jamás discutía eso; sabía leer el rostro de su esposa.
—Sigue. ¿Por qué?
—Porque… —Martina ladeó la cabeza— quiero subir un poquito de peso; ya no quiero oír que tu amante y tu esposa se parecen… Ay…
No terminó: él le apretó el hombro y le dolió.
—¿Ves? —lo miró con reproche—. Te pones de malas y ya estás apretando.
—Martina Hernández.
Cuando se enojaba, la llamaba con nombre y apellido.
—¿Me quieres provocar? ¿También te tragas las tonterías de los curiosos?
Con el fuego en sus ojos, a Martina le salió una sonrisa.
—Los de afuera hablan sin filtro: dicen lo que se les ocurre. Y tú te fijaste en mí porque me parecía a ella, ¿o no?
Él no lo negó. No podía.
Mientras su silencio pesaba, Martina alargó la mano, tomó una bolsa de papitas, la abrió y se llevó una al borde de los labios.