La empleada por horas no entendía nada: ¿no andaban pegados todo el tiempo? “Parece que pelearon”, pensó. Terminó de preparar la comida y, con cautela, se asomó:
—Señor Morán…
No alcanzó a preguntar. Desde arriba sonaron pasos: Martina bajaba.
—¿Ya está la comida? Tengo hambre.
—¡Lista! —se apuró la empleada—. Ya pongo la mesa, señora.
Le lanzó una mirada a Salvador y corrió a la cocina.
Salvador frunció el ceño hasta hacerse un nudo. “¿Encima trae buen ánimo y apetito?”, se dijo. Se levantó sin prisa y entró al comedor.
Martina ya estaba sentada, con el tazón de arroz entre las manos. Ni alzó la vista: atacaba el plato.
A Salvador se le oscureció más la cara. Arrastró la silla y se sentó.
—Come menos.
—¿Perdón? —por fin lo miró—. ¿En su casa no dejan comer hasta quedar satisfecha?
—¡Ya no comas!
Recordó por qué quería “engordar” y le volvió la punzada de enojo. Le arrebató los cubiertos.
—¡Oye! ¡Dámelos!
—No.
—… —a Martina se le subió la bilis, pero no se quedó corta. Miró a la entrad