—Abuelo...
Alejandro apretó la mandíbula; aun así, los ojos se le humedecieron.
—Dime, Ale —la voz de Miguel seguía firme, con ese humor sereno de siempre—. ¿Qué estás pensando hacer?
Ale se quedó con la cabeza baja, sin contestar.
—Jaja —Miguel era demasiado perspicaz—. Te duele verme así, ¿verdad? Ya no quieres que este viejo siga martirizándose.
Para él, seguir con vida ya no era precisamente vivir.
—Abuelo…
Ale se cubrió los ojos con la mano. Tener que decidir dejar ir al único familiar que le quedaba era una crueldad.
—No pasa nada, no pasa nada —don Miguel agitó la mano y sonrió, aliviado—. Estoy cansado, hijo. Y tú ya creciste. Sin mí vas a poder con todo.
Ale cayó de rodillas junto a la cama, la frente apoyada en el borde.
—Buen chico… —don Miguel le apoyó la palma en la nuca, con suavidad—. Hagámoslo a tu manera: ven a acompañarme más seguido estos días, y yo también te acompaño a ti, ¿sí?
—…Sí.
***
Ese mismo día, Luciana estaba de guardia en el piso de hospitalización. Despué