—Estar juntos toda la vida no significa no pelear —le tomó la mano—; hasta los dientes y la lengua se muerden, ¿cierto?
Midiendo el gesto de Martina, Salvador suavizó aún más la voz.
—Anoche estuve mal. Se me nubló la cabeza. Me dio celos… Vi a Quino y… no me controlé.
Al fin y al cabo, había sido el hombre que ella quiso tantos años.
Martina soltó una risita apenas audible, llena de ironía. ¿Él por Quino sí puede perder el control, pero ella tiene que tragarse todo? “Candil de la calle…”, pensó.
—Quiero irme a la casa de mis papás unos días —dijo, un paso atrás—. Si puedo evitarte, aunque sea un poco, lo haré.
—De acuerdo.
—¿En serio me dejas? —se le iluminó la cara.
Pero Salvador añadió, antes de que la alegría prendiera:
—No ahora.
—¿Qué? —Martina lo miró, desconcertada—. Tú me prometiste que cuando yo quisiera volver con mis papás, podía hacerlo.
—Sí, te lo prometí —buscó explicar—. Pero hoy estás enferma. Si llegas así, vas a angustiar a Laura y a Carlos. ¿De verdad quieres eso?
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