La caja guardaba un juego completo de rubíes.
El rubí era la piedra de la suerte de Martina, y su favorita. El peso de aquel conjunto —y de su precio— se le sentó en el pecho.
Además, había una nota.
La tomó. Antes de abrirla, ya presentía de quién era.
Acertó: letra de Vicente Mayo.
“Marti, abres una etapa nueva. Lamento no estar ahí.
Que encuentres a la persona justa, la que te construya una ciudad de alegría.
Marti, que seas feliz.”
No era larga, pero le humedeció los ojos. Más allá del desencuentro, quedaban diez y tantos años de amistad. Recibir su deseo la alegró, con ese ardorcito leve.
“Hay personas que no son para novios —pensó—. Como amigos, duran más.”
Guardó los rubíes y los llevó al vestidor.
Los ojos le ardían de lo llorado. Por la tarde tenía que ir a la universidad, así que bajó a cocina.
A esa hora, Julia Sánchez andaba entre ollas.
—Señora, ¿le acerco algo?
—Unos cubitos de hielo —sonrió—. Yo me apaño, tú sigue.
—Bueno.
Julia observó cómo llenaba una bolsita, la cerra