—¿Por qué preguntas eso? —Martina alzó la cara, con los labios apretados.
—Porque lo siento —Salvador rozó su mejilla con la suya—. Siento que no estás contenta.
—¿Es por mí?
¿O por la llamada de anoche de Estella?
—No.
El roce le incomodó un poco. Martina se volteó en sus brazos hasta quedar de frente, recostada en él.
—Pensé que… cuando nos casemos, voy a separarme de mis papás.
—¿Solo por eso? —alzó las cejas.
—Ajá. No me crees. Claro, ustedes los hombres no entienden a veces…
—Sí te creo.
La abrazó y bajó la voz para mimarla:
—Solo creo que no vale tu tristeza. Casarte no significa dejar de ver a tus papás. Puedes ir cuando quieras. Quedarte días si quieres.
—¿De veras? —sonrió—. ¿No me estás mintiendo?
—Palabra.
—Entonces… —infló las mejillas, jugando—. Ahora mismo quiero ir a mi casa. ¿Se puede?
—Se puede —Salvador le tomó la mano—. Vámonos ya. Solo te pido algo: llévame contigo.
La arrastró fuera del edificio.
En el auto, rumbo a la casa de los Hernández, a Martina todavía se le