—Ja, ja.
Martina sonrió.
Verlo enojado le trajo una pizca de alivio. Tal vez por estar dolida, no soportaba verlo tan campante. Las personas tienen sus zonas oscuras.
—Fue el momento —dijo—. Me buscaste sin parar, fuiste bueno conmigo… y con la operación de mi mamá me ayudaste muchísimo. Me dejé llevar. Un impulso.
—¿Un impulso?
Salvador le sujetó la mandíbula, le apretó la cintura con la otra mano y la hundió contra el asiento.
—¿Conmigo solo hay gratitud y un arrebato?
—Ajá.
Martina, temeraria, asintió. Y remató:
—Tú también sabes que no está bien. Mejor no nos ca…
—Ni lo sueñes.
El beso le cayó encima. Nada de dulzura: sonó a castigo. A Martina le dolió; la mordía.
—¡Salvador!
Frunció el ceño, lo empujó del pecho.
—¡Me duele! Me estás lastimando.
—Bien merecido —murmuró él, sin soltarla—. Por decir disparates. La lengua suelta se paga.
¿“Disparates”? Martina parpadeó. Ella no creía haber dicho ninguno.
Él volvió a besarla. Esta vez, suave, con cuidado.
La mano que lo apartaba se dob