Al mediodía, Martina citó a Luciana para almorzar.
—Tienes mala cara —la midió—. ¿Dormiste mal anoche?
—Para ser exacta… casi no dormí —Martina no sabía si reír o llorar.
Luciana la miró en silencio un segundo. No necesitaba traducción: ya es mamá; entendía perfecto lo que eso implicaba.
—Mi Martina se nos hizo grande, ¿eh?
A ella le dio pena.
—¿Y qué con eso? Para esas cosas no siempre hace falta amor.
—Tranquila —Luciana le sonrió—. No pasa nada. Estoy de tu lado.
Martina no quería seguir por ahí, así que cambió de frente:
—De mí no hablemos. ¿Y tú? ¿Estás logrando dormir?
Le acercó la mano a los ojos y le rozó la ojera con la yema.
—¿Sigues igual? ¿No estabas en tratamiento?
—Sí —asintió Luciana—, pero apenas van dos sesiones. Esto no se arregla de la noche a la mañana…
Se detuvo.
—¿Qué pasa? —Martina notó algo—. ¿Hay otro problema?
—Sí. —Con ella podía abrirse—. Mira, es así…
Luciana le contó, con pelos y señales, lo de Enzo, su “señora” y el niño.
—Qué raro todo —Martina frunció—.