—¿De verdad? —Salvador se cubrió la boca y se echó el aliento.
—No huele tanto; tomé poquito. Si no te gusta, me baño y vuelvo limpio.
Dicho eso, le rozó los labios con la yema de los dedos.
—A servir a la doctora Hernández.
Martina le lanzó una mirada en blanco. Él ya reía mientras se levantaba rumbo al baño.
***
De madrugada.
Salvador despertó porque ella se movía sin parar en sus brazos.
—¿Martina?
Se retorcía y gemía bajito. Tanteó el teléfono, encendió la luz grande y la vio hecha ovillo, la cara pálida, la frente perlada de sudor frío: puro dolor.
—¡Martina! —se incorporó—. ¿Qué te duele?
—El… vientre —apretó el abdomen, doblándose—. Me duele.
—¿Qué hago?
—Quiero ir al baño…
—Vamos.
La cargó hasta el baño. Le llevó la mano a la cintura para ayudarla, pero ella lo detuvo, blancas las facciones.
—Yo… sola.
—No digas tonterías —frunció el ceño—. No puedes ni mantenerte de pie; te tiembla todo. ¿Cómo vas a hacerlo sola?
La miró hecha pedazos y suavizó el tono:
—Nos vamos a casar. Con