Miguel asintió, satisfecho.
—Te crié yo. ¿Cómo no voy a saber de qué eres capaz?
Alejandro no tenía hermanos de sangre, pero con Salvador Morán y los demás eran hermanos de vida.
También eso —su red— era parte de su fortaleza.
—Solo quiero acompañarte un tramo más —dijo Miguel.
Desde que Alejandro tomó las riendas de la familia, todo había marchado sin grandes oleajes: tropiezos menores, sí; tormentas de verdad, no.
El viejo lo presentía: esta podía ser la prueba. Quería estar ahí, mirar con sus propios ojos cómo el muchacho que formó con sus manos se volvía, por fin, lo que esperaba de él…
Autosuficiente. Inamovible ante cualquier oleaje.
—Alejandro, mantente alerta —volvió al asunto—. Daniel viene preparado. El vínculo de Domingo no se puede negar.
—Lo sé, abuelo. Tranquilo.
Esa misma noche, del otro lado se movieron.
De vuelta en la villa Trébol, Alejandro salió de la ducha. El celular vibraba sin parar sobre la mesa; la pantalla encendida mostraba su fondo: Luciana y Alba, mejilla