Salvador la sacó del restaurante en brazos, la acomodó en el auto y se inclinó para abrocharle el cinturón.
No arrancó de inmediato. Le apartó un mechón de la sien y le rozó la cara con los dedos.
—Esta noche… no regresamos a casa de mis suegros, ¿va?
—¿Cómo que “suegros”? —Martina se rió y le dio un golpecito—. No inventes.
—Tsk —fingió molestia y le robó otro beso—. ¿No aceptaste la propuesta? ¿Mm, futura señora Morán?
—…Bueno —jugueteó con los dedos—. Si no vamos a mi casa, ¿a dónde?
—A mi casa… a nuestra casa.
Al decirlo, le brillaron los ojos.
A Martina le apretó un poco el estómago; tragó saliva.
—¿Y qué piensas hacer?
Era un sí. Con reservas, quizá; pero sí.
Cerró la puerta del copiloto, rodeó el coche y condujo. Entre tantas propiedades en Ciudad Muonio, llegaron al Residencial Jacarandá, donde él solía quedarse.
Aunque a menudo dormía en la casa familiar, ese departamento, aun con visitas frecuentes, seguía impecable, casi como muestra.
Esa noche, no: alguien lo había preparad