Por venir de familia comerciante, Martina sí sabía un poco de baile de salón: no era profesional, pero se defendía.
Salvador Morán lo hacía mejor; con él guiándola, Martina lució todavía más.
—Bailaste muy bien —la miró desde arriba cuando terminó la pieza.
—Es porque tú me llevaste.
Soltó sus manos para volver a la silla.
—Marti.
Pero Salvador la detuvo.
—¿Mm? —se extrañó—. ¿Seguimos baila…?
No terminó: él se arrodilló en una rodilla frente a ella.
—¡Oye! ¿Qué te pasa? Levántate… —se agachó a alzarlo, asustada.
Salvador negó con una sonrisa. Le tomó una mano con una, y con la otra sacó del bolsillo una cajita que había acariciado toda la noche. La abrió y se la mostró.
La caja traía luz.
Adentro brillaba un anillo de diamantes. Grande; no supuso cuántos quilates. Deslumbraba.
Martina se quedó pasmada. ¿¿Un regalo de cumpleaños… así?? No sonaba a “cumple” de millonario… ¿o sí?
—Marti —alzó la vista, devoto y serio—. ¿Quieres casarte conmigo?
Y repitió en voz baja:
—¿Nos casamos?
Martin