Luciana había estado tan volcada en cuidar a Alejandro que, en esos días, “desatendió” un poco a Alba. Después de cenar le dio un baño, le leyó un cuento y la dejó dormida.
Cuando regresó a la recámara principal, Alejandro acababa de salir de la ducha: se apoyaba en el bastón con una mano y con la otra se secaba el cabello.
—Déjame hacerlo yo. —Luciana se acercó y le quitó la toalla.
Él se dejó caer en el sofá; ella le envolvió la cabeza y empezó a frotar con cuidado.
—¿Qué te cuesta usar la secadora? —rezongó, cariñosa—. Nomás porque la odias.
—Y aun así me ayudas —contestó él, sonriendo bajo la toalla.
Cuando el pelo estuvo casi seco, ella aflojó el ritmo. Dudó, respiró hondo.
—Ale, necesito hablar contigo.
Él calló un segundo.
—No quiero escuchar.
—¿Cómo? —Luciana sintió un vuelco.
—No digas nada. —Tiró de ella para que se sentara a su lado y le tomó la mano—. Te digo que no quiero oírlo.
Aun así, ella entendía que ya no podía callar.
—¿Tomaste la llamada de la empresa de mudanzas?