— ¡Vaya!
Luciana giró el rostro y, de golpe, las lágrimas se desbordaron.
Aquellas eran sus argollas de matrimonio.
La de ella, tres años atrás, quedó sobre la mesita del hospital cuando se marchó.
Y la de él… desde que volvieron a cruzarse no la había visto en su mano; creyó que ambas se habían perdido.
Pero no: Alejandro las había guardado —protegido— como algo sagrado.
— ¿Y los anillos…? —preguntó él con voz baja—. ¿Tampoco te gustan? Puedo comprar otros, claro; pero, no sé, pensé que el significado pesaba más.
Luciana lo miró sin poder articular palabra.
—¿No te gustan? —prosiguió, atropellado—. Está bien, nada de simbolismos; cambiamos por los que quieras. ¿Dónde dejé el teléfono…?
Se incorporó para buscarlo.
— ¡Ale! —Lo sujetó del brazo; ojos rojizos, voz rota—. No… por favor.
Él volvió a sentarse y le enjugó las lágrimas, alarmado.
— ¿Por qué lloras así? Si no te gustan, los cambiamos.
— No, no es eso… —La garganta de Luciana se estrangulaba; solo atinó a apretar el puño de su b