Un leve movimiento hacía que los restos se desmoronaran como hielo roto, cortaran la piel y dejaran todo convertido en una masa sanguinolenta…
Alejandro no dijo nada. Se quitó el saco, como si estorbara, lo arrojó a un lado y, mientras se arrancaba la corbata, echó a andar hacia la orilla.
—¡Alejandro!
—¡Alejandro, espera!
Juan y Simón gritaron al unísono: él pensaba lanzarse al agua en persona.
“¿Para qué?” se miraron. Había un batallón de rescatistas; su jefe no era precisamente buzo profesional.
—¿Lo detenemos? —murmuró Simón.
—¿Y cómo? —bufó Juan. Ya le había soltado un golpe seco para dejarlo fuera de combate una vez; intentarlo otra vez se le hacía impensable.
Miró el mar ennegrecido por el humo y suspiró:
—Déjalo, Simón. Si Luciana sigue allá abajo… —lo que no dijo flotó entre ambos—. Al menos que Alejandro la acompañe en el último tramo.
Simón tragó, encogido.
—Quédate aquí, yo voy con él.
—¡Voy contigo!
Eran hermanos de batalla: ¿cómo no estar con él en ese momento?
Del sol a