Escuchar el nombre de Alba dejó a Alejandro helado.
—Alejandro —insistió Simón—. Elena acaba de llamar: Alba no deja de llorar. ¿Por qué no regresas? Contigo siempre se calma…
“Alba no deja de llorar”… esas palabras le martillearon la cabeza y un velo negro le nubló la vista.
—¡Alejandro! —Juan y Simón lo sujetaron, arrastrándolo hacia tierra firme. Los tres chorreaban agua; él, además, parecía un fantasma: la piel lívida, con un matiz verdoso.
Simón corrió por agua caliente y se la ofreció:
—Tómala, para que entres en calor.
Alejandro negó con la cabeza. Tenía que volver con Alba. Dio un paso, dejando un rastro de agua salada, y enseguida un pinchazo sordo le apretó el estómago; se dobló, la mano en el vientre, reprimiendo un quejido.
—¡Alejandro! —los Muriel se espantaron y quisieron sostenerlo.
—No es nada —respiró hondo—. Me voy con Alba; quédense ustedes aquí.
—Entendido —respondieron a coro—. Descuida, Alejandro.
Él se alejó con un andar pesado, cada vez más pequeño…
En el hotel.