—¿Eh?
—¡Rápido! —sin esperar réplica la acomodó sobre su espalda y arrancó a toda velocidad.
Al principio ella protestó, avergonzada:
—Bájame, mejor camino…
—¿Para que me retrases? —replicó sin aflojar el paso.
Martina abrió la boca… y la cerró de golpe cuando un ladrido desgarró la noche.
—¡Guau! ¡Guau-guau!
Se aferró a sus hombros.
—¿Qué fue eso?
—¡Por Dios, señorita Hernández! ¿Ahora no reconoces un perro? —la regañó, medio divertido—.
—¡Claro que sí! Pero suena furioso. ¿Por qué hay perros aquí?
—Sabuesos. El dueño del huerto los suelta para vigilar. ¡Nos vienen siguiendo!
—¿Y ahora qué?
—¿Qué crees que estoy haciendo? —bufó—. ¡Correr!
—¡Pues corre más! —lo apuró, dándole palmadas en la espalda.
El ladrido resonaba cada vez más cerca. Martina se volvió y vio a los animales ganando terreno, con el campesino a varios metros detrás.
—¡Salvador, nos alcanzan!
—Dinero —jadeó—. En el bolsillo de mis pantalones hay una billetera con efectivo.
—¡Entendido!
Se inclinó lo justo para rescatar