—Pobre princesita —se burló con dulzura—. Te fabricaré uno.
Sin prisa, limpió bien la piedra, humedeció el hueso y comenzó a pulirlo. No solo rebajó las puntas y atravesó el centro: también alisó cada arista rugosa para que no le lastimara las manos. Luego, ayudado por una ramita, vació el interior hasta dejar un hueco perfecto.
Cuando estuvo satisfecho, se lo tendió:
—Listo. Pruébalo. ¿Sabes soplar?
Martina le dedicó una mirada ofendida.
—¿Crees que no puedo? —y enseguida cambió a una sonrisa de niña traviesa—. A ver… ¿así?
—Exacto —asintió él, encantado.
Ella inspiró profundo y soltó aire.
Un silbido largo, claro y vibrante rompió el silencio nocturno. Martina abrió los ojos como platos.
—¡Sonó! ¡Y es la primera vez que lo intento!
—¿Divertido, verdad? —comentó Salvador, dándole un suave toque en la cabeza—. Disfrútalo, es todo tuyo.
—¡Claro!
Encantada, Martina sopló una y otra vez.
Su risa, mezclada con el murmullo del agua, tintineó en el pecho de Salvador.
—Marti… —tragó saliva y