Él se quedó mudo un instante, un sabor amargo en la boca.
—Tu hija es mi hija —dijo al fin—. Lleva la mitad de tu sangre; eso la convierte en mi niña también.
Luciana abrió los ojos, conmocionada. ¿Lo sabía? ¿Hasta dónde llegaba su intuición?
Reprimió la humedad que le subía a los párpados.
—No sueltes frases conmovedoras. No se trata de emoción: sé lógico —apretó los dientes—. ¡Alba es mía, no tuya!
La frase era, en parte, cierta: biológicamente sí, pero él jamás supo que aquella noche la había concebido ni se vio obligado a responsabilizarse. Ella le había dado oportunidades y él las había desperdiciado: al marcharse con Alba, dio por roto cualquier lazo.
Alejandro negó suavemente:
—No busco conmoverte; es un hecho.
—¡Alejandro!
—Tranquila —intentó calmarla—. No hagamos una tormenta: si te incomoda, buscaré la manera de aplazarlo.
—¿“Aplazar”? —lo taladró con la mirada—. ¿Es que no entendiste nada de lo que te dije?
—Entendí —replicó sin alterarse—. No quieres estar atada y planeas l