—¿Sorprendido? —Luciana le lanzó una mirada.
—Mucho. ¿Tiene profesora de arte? No la he visto asistir a ningún taller.
—Ninguna. —Luciana alzó la barbilla, orgullosa—. Yo le enseño. De niña mi mamá intentó que dominara piano, ajedrez, caligrafía, pintura… algo se me quedó.
—Es cierto —recordó Alejandro—, tú dibujas. Un día se cayó tu cuaderno de un baúl y vi un boceto de un chico… Me resultó familiar, quise ojear más, pero me lo arrebataste. Hasta me regañaste, ¿te acuerdas?
Luciana torció la boca: lo recordaba todo con exactitud fotográfica.
—¿Dónde está ese cuaderno? ¿Puedo verlo?
Movió la cabeza.
—No es que me niegue… Es que no sé dónde lo guardé.
—¿En serio? —Él frunció el ceño, escéptico—. Cuanto más te niegas, más ganas me dan de verlo.
—Créeme. —Encogió los hombros—. Con tantas mudanzas—la casa Guzmán, el depa de Martina, mi viejo departamento y luego Frankbram—quedó perdido en algún rincón.
—No te creo del todo. —La escaneó de arriba abajo—. Si tan valioso era, ¿lo extraviaste