—¡¿En qué cabeza cabe traerla hasta la zona de choque?! —regañó Juan apenas vio a su hermano menor entrar con Luciana cargada en brazos.
—Hermano…
—No discutan —cortó ella, ceñuda, con la mirada fija en la puerta de reanimación—. Yo insistí. Me quedo aquí hasta que salga.
Juan ya no replicó. En el fondo deseaba que Luciana acompañara al jefe, solo temía que, al despertar, Alejandro se enfadara porque no la habían cuidado.
—Voy por una silla de ruedas —dijo.
En minutos apareció no solo la silla: una enfermera trajo un suero con pedestal móvil. Ahí mismo canalizó a Luciana, acomodó cojines y le puso una manta sobre las piernas. Después se quedó a un lado por si “la señora Guzmán” requería algo.
Los Muriel soltaron, por fin, el aire contenido. Se miraron sin hablar: con lo tensa que estaba Luciana, el jefe al fin probaría la dulzura tras tanta amargura. Vaya viaje: casi pierde la vida para ganarse este momento… No se atrevieron a imaginar otro desenlace; confiaron en que el cielo no les j