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El aroma a café recién hecho fue lo primero que penetró la conciencia de Cassandra. Luego, el dolor sordo en su cuello por haber dormido en ángulo imposible en el sofá. Finalmente, la conciencia de que alguien la estaba observando.

Abrió los ojos lentamente, parpadeando contra luz matinal que se filtraba por las ventanas. Sebastián estaba sentado en el suelo junto al sofá, exactamente donde había estado cuando se había quedado dormida llorando. Su cabello estaba despeinado, su camisa arrugada, y tenía ojeras que rivalizaban las de ella.

Pero sostenía dos tazas de café.

—Hola —susurró Cassandra, su voz ronca por lágrimas de noche anterior.

Sebastián extendió una taza hacia ella. Negro, sin azúcar, exactamente como le gustaba. O como solía gustarle antes del embarazo cuando el olor del café la hacía querer vomitar.

Tomó la taza de todos modos, sosteniéndola entre sus manos como ancla a realidad.

—¿Cuánto tiempo llevas ahí?

Sebastián consultó su reloj, escribiendo en tablet que descansab
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