Sebastián condujo durante tres horas sin destino real, navegando por Madrid nocturno en piloto automático mientras su mente repetía las mismas palabras en bucle infinito: "Casi no lo detuve."
Casi.
Esa palabra microscópica que contenía universos de traición potencial.
Terminó en Malasaña, frente a edificio Art Déco de cinco pisos que nadie —ni Javier, ni su familia, ni Cassandra— sabía que poseía. Lo había comprado dos años antes del accidente, refugio privado para cuando el peso de ser Sebastián Blackwood se volvía insoportable.
El departamento del cuarto piso era cápsula del tiempo: minimalista, impersonal, con muebles cubiertos por sábanas blancas y capa de polvo que evidenciaba meses sin uso. Pero el bar en la esquina seguía completamente surtido, botellas de whisky escocés de treinta años esperando pacientemente como soldados leales.
Sebastián agarró la primera botella que alcanzó —Macallan 25, probablemente valía más que salario mensual de persona promedio— y la abrió sin buscar