Cassandra contempló la pantalla de su teléfono con incredulidad mientras leía el correo electrónico. Sus ojos recorrieron las líneas una y otra vez, como si las palabras pudieran desvanecerse si dejaba de mirarlas.
"Nos complace informarle que ha sido seleccionada para el puesto de investigadora en Pharmaceuticals BioTecNo..."
Un grito escapó de su garganta mientras saltaba sobre la cama, el colchón cediendo bajo sus pies descalzos. La habitación —demasiado grande, demasiado lujosa para alguien que había pasado los últimos años durmiendo en un sofá-cama junto a sus libros de medicina— parecía menos intimidante ahora que tenía algo propio, algo que nadie le había regalado.
—¡Lo conseguí! —exclamó, abrazando la almohada contra su pecho.
Se dejó caer sobre el edredón, con la respiración agitada y una sonrisa que le dolía en las mejillas. Desde que había llegado a esa mansión convertida en la esposa de un desconocido, esta era la primera vez que sentía que podía respirar.
Sebastián Blackwood, su flamante esposo, no había vuelto a aparecer desde aquella breve y tensa ceremonia. El hombre de mirada penetrante y labios sellados por la afasia había desaparecido como una aparición, dejándola sola en aquel mausoleo de mármol y cristal. Cassandra había contado los días: cinco sin rastro de él.
"Mejor así", pensó mientras se vestía cuidadosamente para su primer día. "Puedo empezar esta nueva vida sin tener que explicarle nada a nadie."
El traje sastre azul marino que había comprado con sus ahorros le daba un aire profesional que contrastaba con la imagen que su padre siempre había proyectado de ella: la hija rebelde, la decepción familiar, la que nunca sería como Danaé.
Danaé. Su nombre le provocó un escalofrío mientras se aplicaba un discreto labial frente al espejo. ¿Qué diría su hermanastra si supiera que la "inútil" de Cassandra había conseguido un trabajo en una prestigiosa empresa farmacéutica? Probablemente encontraría la manera de menospreciarlo, como siempre hacía.
El edificio de Pharmaceuticals BioTecNo se alzaba como una aguja de cristal en el centro financiero de la ciudad. Cassandra atravesó las puertas giratorias con el corazón martilleando contra sus costillas. El vestíbulo, un espacio minimalista de líneas limpias y luz natural, bullía de actividad.
Una mujer de cabello cobrizo y sonrisa afable la recibió en la recepción.
—Tú debes ser Cassandra, la nueva investigadora. Soy Lucía, del departamento de Recursos Humanos.
Tras los trámites iniciales y un recorrido por las instalaciones que dejó a Cassandra maravillada por el equipamiento de los laboratorios, Lucía la condujo a una sala donde varias mujeres conversaban animadamente alrededor de una cafetera.
—Te presento al equipo de investigación —dijo Lucía—. Chicas, ella es Cassandra, nuestra nueva incorporación.
Las presentaciones fluyeron entre sonrisas y apretones de manos. Carmen, una bioquímica de ojos vivaces; Daniela, especialista en farmacología; y Patricia, la veterana del grupo, con veinte años de experiencia a sus espaldas.
—Llegas en un momento interesante —comentó Patricia, ofreciéndole una taza de café—. La empresa está en plena transformación.
Cassandra tomó un sorbo, agradeciendo el calor que descendió por su garganta.
—¿Transformación?
Carmen se inclinó hacia adelante, bajando la voz.
—Van a nombrar a un nuevo director general. Dicen que es el dueño real de todo esto, aunque hasta ahora operaba desde las sombras.
—Y está para comérselo —añadió Daniela con una risita—. Lo vi en la gala benéfica del año pasado. Alto, con ese tipo de presencia que hace que todas las cabezas se giren cuando entra en una habitación.
—¿Lo conocen personalmente? —preguntó Cassandra, súbitamente interesada.
Patricia negó con la cabeza.
—Es bastante reservado. Sebastián Blackwood, el enigma del mundo empresarial. Dicen que adquirió esta farmacéutica hace apenas unos meses mediante una compra agresiva de acciones.
El nombre cayó como un rayo sobre Cassandra. La taza tembló en sus manos, derramando algunas gotas sobre su falda.
—¿Sebastián Blackwood? —repitió, intentando que su voz sonara casual mientras limpiaba la mancha con una servilleta.
—El mismo —confirmó Carmen—. Un genio de los negocios. Tiene empresas en tres continentes, pero dicen que esta farmacéutica es su proyecto personal. Algo relacionado con una investigación neurológica o de trastornos neurales.
Daniela suspiró dramáticamente.
—Imagínate tener un jefe así. Guapo, rico y brillante. Yo firmaría para ser su asistente personal sin dudarlo.
Las risas estallaron alrededor de la mesa, pero Cassandra apenas podía respirar. Su marido. Su marido era el dueño de la empresa donde acababa de conseguir trabajo. ¿Cómo no lo había visto venir? Tanta buena suerte en su vida no podía ser posible sin algo malo.
—¿Cuándo... cuándo se incorporará? —logró preguntar.
—Hoy mismo —respondió Patricia—. De hecho, creo que ya está aquí. Hay bastante revuelo en la planta ejecutiva.
Como si sus palabras hubieran conjurado una premonición, un murmullo recorrió la oficina. Las puertas del ascensor principal se abrieron, y un grupo de ejecutivos en trajes impecables emergió, rodeando a una figura central.
Cassandra se puso de pie casi involuntariamente, atraída hacia el pasillo como por una fuerza magnética. A través del cristal que separaba la sala de descanso del área principal, lo vio.
Sebastián Blackwood avanzaba con paso firme, su traje negro a medida acentuando su figura imponente. Su rostro, cincelado como el de una estatua clásica, permanecía serio mientras escuchaba a uno de los ejecutivos. El cabello negro, ligeramente despeinado, le daba un aire rebelde que contrastaba con su porte aristocrático.
Era él. El hombre con el que se había casado por conveniencia, el desconocido que era su esposo y ahora resultaba ser su jefe.
Cuando el grupo pasó frente a la sala de descanso, Sebastián giró levemente la cabeza. Sus ojos, de un azul tan intenso que parecía imposible, se encontraban mirando hacía la dirección donde Cassandra estaba sentada.
En un acto rápido de supervivencia, Cassandra fingió tirar algo y se escabulló bajo la mesa con la esperanza de que su esposo no la hubiese visto.
Tras unos segundos, Sebastián y los ejecutivos que lo acompañaban siguieron caminando, dejando a Cassandra paralizada, con el corazón desbocado y una certeza aterradora: su plan de independencia acababa de complicarse exponencialmente.