El sol de la tarde se filtraba por los ventanales del edificio cuando Cassandra se escabulló entre la multitud de empleados que se arremolinaban en el vestíbulo principal. Su corazón latía con fuerza mientras se pegaba a la pared, intentando fundirse con ella. Diez metros más allá, Sebastián Blackwood Sebastián Blackwood se pavoneaba mientras escuchaba los reportes diarios de los jefes de área.
—De todas las empresas farmacéuticas en Madrid, tenía que acabar trabajando en la suya.
Cassandra se tapó la boca para ahogar un jadeo de sorpresa. Las palabras del contrato matrimonial resonaron en su mente como un eco ominoso: No puede ejercer profesionalmente, para ser una esposa perfecta. Si Sebastián descubría que estaba trabajando aquí, bajo un apellido diferente y ocultando su doctorado en medicina, todo su plan se vendría abajo.
Se escondió detrás de un grupo de mujeres que cuchicheaban entusiasmadas.
—¿Has visto lo guapo que es el nuevo CEO? —suspiró una de ellas—. Dicen que es soltero y multimillonario.
Cassandra puso los ojos en blanco. Sí, era atractivo, pero ella conocía la frialdad que se escondía tras esa fachada perfecta. Aprovechando la distracción, se deslizó hacia los ascensores y escapó del vestíbulo.
A la mañana siguiente, Cassandra se levantó al amanecer. Se vistió apresuradamente con un traje sastre gris, tomó una rebanada de pan tostado y corrió hacia la parada del autobús. El cielo amenazaba tormenta.
—Por favor, que no me retrase. Hoy no puedo permitirme llegar tarde al laboratorio. Y con la suerte que he tenido, seguro se me acumula todo el trabajo.
Como si el universo conspirara contra ella, el autobús se detuvo con un estruendo metálico a mitad de camino.
—Lo siento, señores pasajeros —anunció el conductor—. Problemas mecánicos. Tendrán que esperar al siguiente.
En ese preciso instante, el cielo se abrió y una cortina de agua cayó sobre Madrid. Cassandra, atrapada bajo la lluvia, se empapó en segundos. Su cabello cuidadosamente recogido se deshizo, y el maquillaje comenzó a correrse por sus mejillas.
Un Bentley negro pasó lentamente junto a ella, salpicándola aún más. Dentro del coche, Sebastián reclinaba el torso con una indolencia calculada, los dedos tamborileando sobre su pierna como si el tiempo le perteneciera. Sus ojos, oscuros y penetrantes, vagaban con aparente distracción hacia la acera hasta detenerse en la silueta de una mujer empapada que corría hacia la parada. La observó como quien mide un secreto, dejando que su mirada descendiera despacio, con la calma de un depredador que no necesita apresurarse. No la reconoció, pero la intensidad con la que la sostuvo, aunque fuera un segundo, fue suficiente para cargar el aire de un magnetismo peligroso, antes de apartar la vista como si nada hubiera sucedido.
La sala de conferencias del piso 42 bullía de actividad cuando Cassandra llegó, todavía húmeda y desaliñada. La reunión trimestral estaba a punto de comenzar, y Sebastián Blackwood presidía la mesa, imponente en su traje azul marino.
—Cassandra —la llamó su jefe, el Dr. Martínez, tomándola del brazo con gesto apurado—. Me acaba de surgir un imprevisto y no podré quedarme. Necesito que hagas tú la presentación del proyecto. Tu desempeño me ha demostrado que conoces el tema bastante bien.
Cassandra sintió que el suelo se abría bajo sus pies. No podía pararse frente a Sebastián; si lo hacía, corría el riesgo de que la reconociera. Con desesperación, buscó entre sus colegas a alguien que pudiera sustituirla.
—Carlos —susurró, agarrando el brazo de un investigador junior—. Necesito que presentes el informe por mí.
—¿Qué? Pero tú eres la segunda al mando, Cassandra.
—Por favor. Es... una emergencia personal. Te lo compensaré.
Carlos asintió, confundido, y cuando llamaron al Departamento de Investigación, fue él quien se levantó.
—Así que, Cassandra, ¿cuándo nos presentarás a ese marido misterioso tuyo?
La pregunta de Miguel, un colega del laboratorio, la tomó por sorpresa durante el almuerzo. Cassandra casi se atragantó con su ensalada.
—No es misterioso, simplemente no mezclo mi vida personal con el trabajo —respondió secamente.
—Vamos, todos hemos notado ese anillo tan elegante —insistió Miguel, señalando el solitario de diamantes que Sebastián le había dado para mantener las apariencias—. Debe ser alguien importante.
Cassandra levantó la barbilla, desafiante.
—Estoy casada, Miguel. Eso es todo lo que necesitas saber.
El rechazo público enfureció a Miguel. Esa misma tarde, Cassandra escuchó los rumores que había comenzado a esparcir: que se había casado por dinero, que su investigación era mediocre y que solo había conseguido el puesto por conexiones.
—Dicen que su marido es un viejo rico —escuchó murmurar a una técnica de laboratorio—. Por eso nunca habla de él.
Cassandra apretó los puños bajo la mesa, pero mantuvo la compostura. No podía permitirse un escándalo.
A mediodía, necesitaba un momento de paz. Se dirigió al pequeño almacén donde guardaban el agua mineral, buscando unos minutos de soledad. Estaba abriendo una botella cuando escuchó voces acercándose.
—El señor Blackwood quiere revisar personalmente todos los informes del proyecto de antivirales —decía una voz que reconoció como la del asistente personal de Sebastián.
Con el corazón desbocado, Cassandra se escondió en el armario de suministros contiguo, conteniendo la respiración mientras el asistente entraba y salía sin notar su presencia.
—Esto es ridículo —pensó—. No puedo seguir escondiéndome como una criminal.
Pero las consecuencias de ser descubierta eran demasiado graves. No solo perdería su trabajo, sino también la oportunidad de participar en la investigación más importante de su carrera: un tratamiento revolucionario para una enfermedad neurodegenerativa rara que había afectado a su madre.
Por la tarde, Cassandra fue a la sala de impresión para recoger unos documentos. Estaba inclinada sobre la máquina cuando sintió una presencia a sus espaldas. Reconoció de inmediato la voz chillona del asistente de Sebastián, mientras le daba instrucciones muy específicas sobre las exigencias de su jefe a otro empleado.
—Sus diligencias son muy sencillas, el contacto inicial en cualquier cuestión es conmigo. El señor Blackwood no tiene tiempo para nimiedades.
El pánico la golpeó. Sin pensarlo dos veces, dejó los papeles en la mesa, salió de la sala de impresiones y se escondió en el pequeño almacén contiguo, conteniendo la respiración hasta que escuchó cómo salían. Solo entonces se atrevió a volver por los documentos.
Al final de la jornada, Cassandra esperaba el ascensor en el vestíbulo, exhausta por la tensión constante. Las puertas se abrieron y su corazón se detuvo: Sebastián Blackwood estaba dentro, solo.
En un acto reflejo, sacó su teléfono y fingió una conversación urgente, girándose para darle la espalda. Sebastián salió del ascensor y pasó junto a ella, tan cerca que pudo sentir el calor de su cuerpo.
—Sí, mamá, llegaré para la cena —dijo Cassandra al teléfono apagado, intentando sonar natural—. No te preocupes.
Tan concentrada estaba en su farsa que no vio al grupo de mujeres que entraba al ascensor empujando a todos a su paso. Dio un paso atrás y chocó con un pecho firme. Unas manos fuertes la sujetaron por los hombros para estabilizarla.
Cassandra levantó la mirada, horrorizada, directamente a los ojos de Sebastián Blackwood.
El teléfono resbaló de sus manos y cayó al suelo con un ruido sordo que pareció sellar su destino.