El amanecer se filtró a través de las cortinas de seda con la suavidad de un susurro, pero la luz dorada que normalmente traía paz ahora parecía exponer cada grieta en la armadura de control que Sebastián había construido meticulosamente durante años. Despertó antes que Cassandra, como siempre, pero esta vez no fue por disciplina sino por la inquietud que le carcomía el pecho como ácido.
La observó dormir, su rostro sereno enmarcado por mechones castaños que se derramaban sobre la almohada de satén. La intimidad de la noche anterior había desgarrado velos que él había preferido mantener intactos. Cada gemido que había arrancado de sus labios, cada estremecimiento de su cuerpo bajo sus manos, había sido una confesión que no había podido retractar. Ahora, bajo la luz despiadada del día, la vulnerabilidad lo aterrorizaba más que cualquier junta directiva o negociación multimillonaria.
Con movimientos que pretendían ser silenciosos pero que delataban su nerviosismo, se deslizó fuera de